Se habla con frecuencia de la importancia que tienen la unión y la armonía familiar, pero ¿cómo alcanzarlos si damos un valor diferente a los integrantes de una familia? Mientras se continúe pensando que las diferencias de sexo, edad, rasgos físicos, situación económica u otras constituyen un arriba y abajo en la condición humana, la cohesión que buscamos será dificultada por esa errónea percepción de “superioridad e inferioridad”.

Toda jerarquía familiar es una estructura en la que existe un orden ascendente o descendente, determinado por una supuesta diferencia de valor entre sus partes o por el poder que unos tienen sobre otros, verticalidad que impide una convivencia justa, una vida armoniosa y el alcance de beneficios compartidos. Muchas veces no se habla de ello, porque se cree que las relaciones de poder son la única manera de convivir, pero lo cierto es que generan abusos, desconfianza y miedo.

En las familias donde existe el predominio de unas personas sobre las otras,  el trato más común se basa en órdenes, presiones y amenazas que inhiben el tipo de comunicación abierta y sincera necesaria para alcanzar la cohesión familiar. Debido a la arraigada convicción de que unos tienen más derechos y privilegios que otros, no se posee o no se respetan principios básicos de convivencia, lo cual se expresa en actitudes excluyentes, imperativas o denigrantes.

A pesar de todo ello, este modelo de familia tiende a reproducirse de generación en generación,  a través de las cuales se van perpetuando creencias tan erróneas como que los hombres son superiores “por naturaleza” a las mujeres o que las formas violentas de criar a los niños, llamada comúnmente “mano dura”, es necesaria para la formación de los hijos. Debido al hecho de haber crecido en entornos de este tipo y a que estas ideas son transmitidas por el ejemplo y la palabra de nuestros seres queridos, muchas personas defienden estos sistemas jerárquicos cerradamente,  respaldados además por costumbres y mentalidades ampliamente arraigadas.

En cambio, cuando se comprende que la diversidad de los miembros de una familia no cuestiona su valía y derechos individuales,  tiende a cesar la discriminación y surge de manera natural una comunicación mucho más espontánea y multidireccional, basada en la confianza, la escucha activa y la disposición de entendimiento. Se construye así un trato mucho más respetuoso en la vida cotidiana en el cual se  evita mostrar preferencias hacia ciertos familiares y se resuelven las diferencias o problemas con empatía, tomando en cuenta y los deseos y necesidades de las personas más vulnerables.

Para superar los graves problemas que afectan hoy a las familias, en particular el incremento de la violencia, se vuelve urgente entonces distinguir entre un sistema que ha reproducido desigualdades y abusos a lo largo de generaciones, de otro en el cual las mujeres, niños y ancianos dejan de ser menospreciados y comienzan a participar activamente en la toma decisiones, y cuya palabra y opinión es considerada tanto en las relaciones de pareja como entre padres e hijos.

Si queremos  mejorar la armonía que existe en la familia, es necesario romper esa cadena de transmisión de mentalidades y conductas erróneas que nos separan y confrontan, para reconocer el derecho incuestionable a pensar o actuar diferente. Nos referimos a la transformación de las viejas estructuras patriarcales por otras que favorezcan un trato equitativo en la pareja y una formación de la niñez que en lugar de percibirla como inferior, la escuche, comprenda y respete. Ya lo decía el poeta Jalil Gibrán, refiriéndose a los hijos, “puedes esforzarte en ser como ellos, pero no busques hacerlos como tú”.

El mejor ejemplo lo dan aquellas familias más horizontales, en las cuales se reconoce y valora la diversidad de criterios y necesidades de sus integrantes y se promueve la participación colectiva en la toma de decisiones, afirmando así la autoconfianza y la autoestima en la niñez. En esos hogares se estimula también la colaboración y distribución equitativa de las tareas, lo que disminuye los niveles de estrés en los padres y fomenta en los niños y adolescentes prácticas de autocuidado y un sentido de responsabilidad individual.

Lejos de lo que muchas personas creen, en este tipo de familia sí existe una autoridad basada en la supervisión adecuada de los hijos y el establecimiento de normas y límites claros y coherentes, fáciles de recordar y de cumplir. No se imponen exigencias permanentes ni la obediencia ciega para que niños y adolescentes cumplan sus deberes y responsabilidades, pues la firmeza en la actuación de los padres no se basa en la famosa frase de “cállate y obedece” sino en el desarrollo de su iniciativa y creatividad y el estímulo a un diálogo constante.

En  lugar de las relaciones de mando y ordeno, en estas familias predominan el afecto y la educación orientadora, lo que contribuye a que los niños vayan descubriendo y confiando en sus propias cualidades, destrezas y capacidades.  En vez de considerar a los más pequeños por debajo en las relaciones de poder, se les anima a creer en sí mismos y a desarrollar  un sentido de independencia y seguridad personal.

En tales familias son poco frecuentes las manifestaciones de agresividad, la pérdida del control o los gritos y cuando estos ocurren, se reconocen los errores y se tiende a repararlos prontamente. De esta forma los niños aprenden por la vía del ejemplo a ser personas autocríticas y a ser capaces de reconocer y superar sus propios límites,  lo que les convierte en reproductores de estos valores con sus hermanos, amigos o en el ambiente escolar.

Por todo lo anterior, las familias armoniosas, ya sean nucleares, de padres o madres solteros, extensas o de cualquier tipo, se caracterizan por evitar las comparaciones y toda forma de discriminación, para manifestar en cambio el reconocimiento a la diversidad de sus integrantes como expresión de la aceptación y el amor incondicional.

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